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EL PAÍS - Opinión -
05-09-2010
El abuelo Pedro viajó mucho
en su juventud por la cordillera y las selvas del Perú y Bolivia y oírlo contar
las aventuras y desventuras que vivió en sus recorridos, en la casona familiar
de la calle cochabambina de Ladislao Cabrera, era tan entretenido como leer las
novelas de Salgari, Miguel Zévaco o Julio Verne. Mis primas y yo lo
escuchábamos extasiados. En uno de sus viajes, a orillas del Urubamba, se
encontró con la expedición que dirigía Hiram Bingham y que poco después
redescubriría el santuario-fortaleza de Machu Picchu, hasta entonces sólo
conocido por los campesinos de la región. Pernoctó con los expedicionarios y
recordaba muy bien la madrugada que se despidieron, "ese gringo
larguirucho hacia la fama y yo hacia las tercianas".
El abuelo Pedro llamaba
"tercianas" a las fiebres palúdicas o malaria, que por entonces
infestaban toda América Latina, pues, aunque ya se usaba la quinina para
combatirla, no existía, ni existe todavía, una vacuna que sirviera para frenar
eficazmente los estragos que causa la picadura del siniestro anofeles. La
curación era larga y elemental, poner a sudar al enfermo envolviéndolo en
mantas como una momia y haciéndole tragar infusiones ardientes para bajarle las
altísimas fiebres que lo hacían delirar y temblar como atacado por el mal de
San Vito. Muchos sucumbían a las fiebres o al tratamiento. Pero, peor todavía
que la malaria, era la fiebre amarilla, transmitida por otro mosquito, hembra
en este caso, peste para la que simplemente no había curación posible: sus
víctimas adquirían un color verdoso amarillento y se iban escurriendo hasta
perecer sacudidas por el vómito negro. Las historias del abuelo Pedro hicieron
que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos,
que éstos me han devuelto con creces, sobre todo en mis viajes por la Amazonía,
de los que he salido siempre rascándome, devorado por las picaduras.
Me ha hecho recordar las
historias del abuelo Pedro que encandilaron mi infancia un artículo de Gabriel
Paquette, que acabo de leer en el Times Literary Supplement (Julio 30,
2010). Reseña un libro recién aparecido en Inglaterra, Mosquito Empires,
cuyo autor, J. R. McNeill, es un historiador empeñado en dar a la ecología y el
medio ambiente un protagonismo en la historia de la que tradicionalmente han
sido excluidos y que, según él, en buena parte han modelado y orientado con
tanto (y a veces más) vigor que los seres humanos. El subtítulo del libro,
"Ecología y guerra en el Gran Caribe", indica que su investigación se
centra en este territorio. Abarca unos 300 años, desde la llegada de los
europeos a la región hasta la I Guerra Mundial. El héroe de la historia es el
maldito mosquito, tanto el que propaga la malaria como la hembra que inocula la
fiebre amarilla, y, si el profesor McNeill ha acertado en sus investigaciones,
esta pareja ha hecho más para fraguar la historia de esa encrucijada de
culturas, razas, lenguas y tradiciones que es el Caribe, que todos los indígenas,
conquistadores, piratas, misioneros, contrabandistas, negreros e inmigrantes
instalados en esas islas, costas y selvas bañadas por ese mar esmeralda e
iluminadas por esos cielos color lapislázuli.
Tanto Francia como Inglaterra
hicieron múltiples intentos para erradicar del Caribe al imperio español,
enviando expediciones militares e instalando colonias de inmigrantes en las
islas y cabeceras de playa que conquistaron. Según McNeill la razón primordial
de que todos estos esfuerzos fracasaran no fue la resistencia que opusieron los
soldados del Rey de España sino la labor silenciosa y corrosiva de los
inesperados aliados volantes con que contaron -el anofeles y la Aedes
Aegypti- cuyos picotazos diezmaron y a veces desaparecieron a los invasores.
Por lo visto, quienes ya estaban instalados allí y sobrevivieron a las plagas,
habían adquirido inmunidad, a diferencia de los recién llegados cuyos
organismos eran pasto veloz de las fiebres mortíferas.
Algunas de las cifras que
cita Paquette producen vértigo. A fines del siglo XVII, Inglaterra logró
instalar en las selvas del Darién, en una zona que es hoy la frontera entre
Colombia y Panamá, una colonia de escoceses que fue íntegramente exterminada
por los microbios. En lo que es ahora la Guayana Francesa, entre 1764 y 1765
desaparecieron en el curso de sólo un año 11.000 de los 12.000 europeos que el
Gobierno francés había instalado en Kourou, víctimas de la malaria, la fiebre
amarilla y otras enfermedades tropicales. Una de las expediciones militares
lanzadas por Gran Bretaña contra España en el Caribe fue la dirigida por el
almirante Vernon en 1741, cuyas fuerzas militares pusieron sitio a las ciudades
de Cartagena (Colombia) y Santiago (Cuba). Los mosquitos liquidaron a 22.000 de
los 29.000 sitiadores en pocos meses, en tanto que sólo un millar de los
soldados británicos murieron combatiendo.
En 1762, el conde de
Albemarle consiguió cercar con su ejército a la ciudad de La Habana. Ésta
parecía condenada a caer en poder de los británicos. Pero los sitiados
consiguieron resistir hasta la llegada de la estación de las lluvias, con sus
nubes de mosquitos, que en poco tiempo dieron cuenta de unos 10.000 sitiadores.
En los combates militares, en cambio, apenas 700 soldados ingleses murieron.
Estas cifras indican de manera inequívoca que el mosquito venenoso fue el
verdadero conquistador de América y también factor decisivo de que
prevalecieran su emancipación e independencia, pues, según McNeill, de los
16.000 soldados que Fernando VII envió a América en afanes de reconquista, el
90% perecieron por las enfermedades tropicales ante las que sus organismos
forasteros eran absolutamente indefensos.
Una de las mortandades más
terribles de las guerras caribeñas ocurrió entre las fuerzas francesas y
británicas que trataron de reconquistar Haití, luego de que esta colonia se
emancipara en medio de las guerras de la Revolución Francesa. Aunque en este
caso los cálculos estadísticos parecen más inciertos que en los ejemplos
anteriores, el profesor McNeill cree posible asegurar que unas tres cuartas
partes de los 50.000 muertos que hubo entre aquellos expedicionarios antes de
1800 no murieron de bala ni espada sino entre los delirios de las fiebres y
temblores de la malaria y los vómitos incontenibles de la fiebre amarilla.
Gabriel Paquette relata, como
colofón de su reseña, que los estragos de aquellos bichos homicidas continuaron
prácticamente hasta comienzos del siglo XX. Sólo en 1900, una comisión médica
del Ejército norteamericano que ocupaba Cuba estableció una relación de
causa-efecto entre el mosquito y la fiebre amarilla. Los medios científicos se
mostraron al principio escépticos y The Washington Post, incluso,
editorializó en contra de "esa estúpida y absurda chacota". Sin
embargo, el Gobierno de Washington se dejó convencer y emprendió una campaña de
erradicación de mosquitos en tierra cubana. Dos años más tarde, la fiebre
amarilla había desaparecido junto con sus alados transmisores. Pero sólo 30
años más tarde se pudo elaborar la vacuna que lograría reducir drásticamente en
todo el mundo aquel virus que, según J. R. McNeill, ha causado más sufrimiento
y atrocidades que la codicia y los fanatismos que llevan a los hombres a entre
matarse desde el principio de los tiempos.
Habrá que escribir de nuevo
las historias, pues. Aunque la responsabilidad moral de todos los grandes
acontecimientos de la historia humana incumbe únicamente a los bípedos que
ordenaron y libraron las guerras, las conquistas, los genocidios, las
inquisiciones, etcétera, no hay duda que los hombres no pudieron nunca, ni en
el pasado ni el presente, tener el control absoluto de las secuelas de las
aventuras a que empujaron a la humanidad ni estuvieron en condiciones de hacer
frente a los imprevistos que surgían en el camino y les imprimían casi siempre
una orientación distinta de la prevista y, a veces, las desnaturalizaron hasta
convertirlas exactamente en las antípodas de lo que se esperaba que fueran.
Nadie hubiera imaginado antes de ahora -en nuestros tiempos de preocupación por
la ecología y el medio ambiente- que el invisible mosquito zumbón hubiera
podido ser, entre los siglos XVII y XX, el verdadero hacedor de la historia del
Caribe.
© Mario Vargas Llosa, 2010.
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