lunes, 28 de septiembre de 2015


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El señor del Caribe

 Resume en menos de 80 palabras el siguiente texto:

MARIO VARGAS LLOSA

EL PAÍS  -  Opinión - 05-09-2010
El abuelo Pedro viajó mucho en su juventud por la cordillera y las selvas del Perú y Bolivia y oírlo contar las aventuras y desventuras que vivió en sus recorridos, en la casona familiar de la calle cochabambina de Ladislao Cabrera, era tan entretenido como leer las novelas de Salgari, Miguel Zévaco o Julio Verne. Mis primas y yo lo escuchábamos extasiados. En uno de sus viajes, a orillas del Urubamba, se encontró con la expedición que dirigía Hiram Bingham y que poco después redescubriría el santuario-fortaleza de Machu Picchu, hasta entonces sólo conocido por los campesinos de la región. Pernoctó con los expedicionarios y recordaba muy bien la madrugada que se despidieron, "ese gringo larguirucho hacia la fama y yo hacia las tercianas".
El abuelo Pedro llamaba "tercianas" a las fiebres palúdicas o malaria, que por entonces infestaban toda América Latina, pues, aunque ya se usaba la quinina para combatirla, no existía, ni existe todavía, una vacuna que sirviera para frenar eficazmente los estragos que causa la picadura del siniestro anofeles. La curación era larga y elemental, poner a sudar al enfermo envolviéndolo en mantas como una momia y haciéndole tragar infusiones ardientes para bajarle las altísimas fiebres que lo hacían delirar y temblar como atacado por el mal de San Vito. Muchos sucumbían a las fiebres o al tratamiento. Pero, peor todavía que la malaria, era la fiebre amarilla, transmitida por otro mosquito, hembra en este caso, peste para la que simplemente no había curación posible: sus víctimas adquirían un color verdoso amarillento y se iban escurriendo hasta perecer sacudidas por el vómito negro. Las historias del abuelo Pedro hicieron que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos, que éstos me han devuelto con creces, sobre todo en mis viajes por la Amazonía, de los que he salido siempre rascándome, devorado por las picaduras.
Me ha hecho recordar las historias del abuelo Pedro que encandilaron mi infancia un artículo de Gabriel Paquette, que acabo de leer en el Times Literary Supplement (Julio 30, 2010). Reseña un libro recién aparecido en Inglaterra, Mosquito Empires, cuyo autor, J. R. McNeill, es un historiador empeñado en dar a la ecología y el medio ambiente un protagonismo en la historia de la que tradicionalmente han sido excluidos y que, según él, en buena parte han modelado y orientado con tanto (y a veces más) vigor que los seres humanos. El subtítulo del libro, "Ecología y guerra en el Gran Caribe", indica que su investigación se centra en este territorio. Abarca unos 300 años, desde la llegada de los europeos a la región hasta la I Guerra Mundial. El héroe de la historia es el maldito mosquito, tanto el que propaga la malaria como la hembra que inocula la fiebre amarilla, y, si el profesor McNeill ha acertado en sus investigaciones, esta pareja ha hecho más para fraguar la historia de esa encrucijada de culturas, razas, lenguas y tradiciones que es el Caribe, que todos los indígenas, conquistadores, piratas, misioneros, contrabandistas, negreros e inmigrantes instalados en esas islas, costas y selvas bañadas por ese mar esmeralda e iluminadas por esos cielos color lapislázuli.
Tanto Francia como Inglaterra hicieron múltiples intentos para erradicar del Caribe al imperio español, enviando expediciones militares e instalando colonias de inmigrantes en las islas y cabeceras de playa que conquistaron. Según McNeill la razón primordial de que todos estos esfuerzos fracasaran no fue la resistencia que opusieron los soldados del Rey de España sino la labor silenciosa y corrosiva de los inesperados aliados volantes con que contaron -el anofeles y la Aedes Aegypti- cuyos picotazos diezmaron y a veces desaparecieron a los invasores. Por lo visto, quienes ya estaban instalados allí y sobrevivieron a las plagas, habían adquirido inmunidad, a diferencia de los recién llegados cuyos organismos eran pasto veloz de las fiebres mortíferas.
Algunas de las cifras que cita Paquette producen vértigo. A fines del siglo XVII, Inglaterra logró instalar en las selvas del Darién, en una zona que es hoy la frontera entre Colombia y Panamá, una colonia de escoceses que fue íntegramente exterminada por los microbios. En lo que es ahora la Guayana Francesa, entre 1764 y 1765 desaparecieron en el curso de sólo un año 11.000 de los 12.000 europeos que el Gobierno francés había instalado en Kourou, víctimas de la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales. Una de las expediciones militares lanzadas por Gran Bretaña contra España en el Caribe fue la dirigida por el almirante Vernon en 1741, cuyas fuerzas militares pusieron sitio a las ciudades de Cartagena (Colombia) y Santiago (Cuba). Los mosquitos liquidaron a 22.000 de los 29.000 sitiadores en pocos meses, en tanto que sólo un millar de los soldados británicos murieron combatiendo.
En 1762, el conde de Albemarle consiguió cercar con su ejército a la ciudad de La Habana. Ésta parecía condenada a caer en poder de los británicos. Pero los sitiados consiguieron resistir hasta la llegada de la estación de las lluvias, con sus nubes de mosquitos, que en poco tiempo dieron cuenta de unos 10.000 sitiadores. En los combates militares, en cambio, apenas 700 soldados ingleses murieron. Estas cifras indican de manera inequívoca que el mosquito venenoso fue el verdadero conquistador de América y también factor decisivo de que prevalecieran su emancipación e independencia, pues, según McNeill, de los 16.000 soldados que Fernando VII envió a América en afanes de reconquista, el 90% perecieron por las enfermedades tropicales ante las que sus organismos forasteros eran absolutamente indefensos.
Una de las mortandades más terribles de las guerras caribeñas ocurrió entre las fuerzas francesas y británicas que trataron de reconquistar Haití, luego de que esta colonia se emancipara en medio de las guerras de la Revolución Francesa. Aunque en este caso los cálculos estadísticos parecen más inciertos que en los ejemplos anteriores, el profesor McNeill cree posible asegurar que unas tres cuartas partes de los 50.000 muertos que hubo entre aquellos expedicionarios antes de 1800 no murieron de bala ni espada sino entre los delirios de las fiebres y temblores de la malaria y los vómitos incontenibles de la fiebre amarilla.
Gabriel Paquette relata, como colofón de su reseña, que los estragos de aquellos bichos homicidas continuaron prácticamente hasta comienzos del siglo XX. Sólo en 1900, una comisión médica del Ejército norteamericano que ocupaba Cuba estableció una relación de causa-efecto entre el mosquito y la fiebre amarilla. Los medios científicos se mostraron al principio escépticos y The Washington Post, incluso, editorializó en contra de "esa estúpida y absurda chacota". Sin embargo, el Gobierno de Washington se dejó convencer y emprendió una campaña de erradicación de mosquitos en tierra cubana. Dos años más tarde, la fiebre amarilla había desaparecido junto con sus alados transmisores. Pero sólo 30 años más tarde se pudo elaborar la vacuna que lograría reducir drásticamente en todo el mundo aquel virus que, según J. R. McNeill, ha causado más sufrimiento y atrocidades que la codicia y los fanatismos que llevan a los hombres a entre matarse desde el principio de los tiempos.
Habrá que escribir de nuevo las historias, pues. Aunque la responsabilidad moral de todos los grandes acontecimientos de la historia humana incumbe únicamente a los bípedos que ordenaron y libraron las guerras, las conquistas, los genocidios, las inquisiciones, etcétera, no hay duda que los hombres no pudieron nunca, ni en el pasado ni el presente, tener el control absoluto de las secuelas de las aventuras a que empujaron a la humanidad ni estuvieron en condiciones de hacer frente a los imprevistos que surgían en el camino y les imprimían casi siempre una orientación distinta de la prevista y, a veces, las desnaturalizaron hasta convertirlas exactamente en las antípodas de lo que se esperaba que fueran. Nadie hubiera imaginado antes de ahora -en nuestros tiempos de preocupación por la ecología y el medio ambiente- que el invisible mosquito zumbón hubiera podido ser, entre los siglos XVII y XX, el verdadero hacedor de la historia del Caribe.
© Mario Vargas Llosa, 2010.



lunes, 1 de diciembre de 2014

TERCERA HISTORIA



 (...)
Vi a la muchacha durante cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste de telégrafo en el camino de la Fábrica. Si llovía, ella tenía el paraguas abierto.
No miré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
-Tengo dieciocho años -le dije-.  Ahora puedes salir de paseo conmigo.  Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa.  Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés.  Los muchachos me apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña de que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
-Los muchachos -exclamé- antes de recibirnos a pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-.  No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor.  Sí al menos hubieses hecho el servicio militar…!
Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
-Querida mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
-No -contestó la muchacha-; entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra.  Cuanto más se vive, menos cuentan las diferencias de edades.  Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.

Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar -dije saltando en la bicicleta-.  Pero mira que si cuando vuelva no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí.  Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes.  Cuando me llamaron a filas le grité:
-Mañana parto para alistarme.
-Hasta la vista -contestó la muchacha.
Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar.  Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié.  Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me mandaron a casa.
Llegué al atardecer y sin vestirme de paisano, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica.
Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a hacerse de noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría.
Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo.  Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término.  Cuando Italia está de pie significa licencia provisional.
-Es muy linda -contestó la muchacha.
Yo había corrido como alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha suspiró.
-Lo siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó? dije con asombro-. ¿De cuándo aquí los ciruelos se queman?
-Hace seis meses contestó la muchacha-.  Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.  Todo se ha quemado.
Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
-¿Y tú? -le pregunté.
-También yo -dijo con un suspiro-; también yo como lo demás.  Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha, que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja.
Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo. -¿Te hice daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
-¿Y entonces? -dije finalmente.
-Te he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención.  Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a lo lejos.
-Entonces -repitió la muchacha-, ¿puedo irme?
-No -le contesté-.  Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio.  De mí no te ríes, querida mía.
-Está bien dijo la muchacha.  Y me pareció que sonreía.
Pero estupideces así no son de mi gusto y en seguida me alejé.
Han pasado doce años y todas las tardes nos vemos.  Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
¿Comprenden ustedes?  Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto.  Pero nada más.  Yo tengo mi novia, que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica.

Giovanni Gaureschi.

1.   Analiza el estilo del texto (narrador, lenguaje, personajes, etc.)

2.   Haz una lista con toda la información que se desprenda del texto respecto a lo que había sucedido en el tiempo anterior al relato.

3.   Escribe el principio del relato de manera que no se note la transición.

lunes, 24 de noviembre de 2014

EL DERBI DE LA MISERIA





Alejandro Ciriza.

Hasta hace unos años, el Derbi della Madonnina era la pasarela ideal para que Milan e Inter, dos colosos del fútbol transalpino, exhibiesen sus atributos. Hasta hace no mucho, sus careos eran sinónimo de grandeza, opulencia y quilates, de nombres prestigiosos. Pero hoy día, como una metáfora de la Italia más deprimida y decadente, todo eso ha cambiado. Las telarañas invaden las arcas y la miseria se ha apoderado de un derbi que terminó en tablas (1-1), traducido en un partido bronco, rudo y muy tosco, plagado de imprecisiones, sostenido en estos tiempos más que nada por la pasión de los aficionados. Un encuentro que deja al uno séptimo y al otro noveno.
Lejos quedan ya los pulsos gloriosos que encendían Milán. Del lustre al lastre, ambos equipos arrastran la herencia de una gestión calamitosa que ha devaluado una cita cargada antes de glamour y estrellas, hoy día reducida a la mínima expresión futbolística con jugadores de saldo y otros de vuelta. Si acaso, un toque estilístico en los banquillos, ocupados por dos goleadores que en su día honraron al calcio. Ahora trajeados, ni Inzaghi ni Mancini consiguieron dotar de empaque a un duelo pobre y desvencijado, jugado como un correcalles más propio de un patio de recreo que de un escenario como San Siro.
Aguardaban los hinchas del Inter con expectación el regreso de Mancini a su banquillo. Ganador de tres Scudetti en sus primeros cuatro años en la caseta, de 2004 a 2008, al técnico le espera una faena muy ardua. Recibió el cálido abrazo de sus seguidores, aunque en los nerazzurri apenas se apreció el lavado de cara, apenas unos pocos retoques y el mismo despliegue errático que con sus predecesor hasta una semana, el rechazado Walter Mazzarri.
Desde el inicio, la pelota fue de un lado a otro a trompicones, con escaso sentido. El doble pivote conformado por Muntari y Essien, dos rocas de granito, describe las intenciones del cuadro rossonero, antaño un equipo poderoso y estético, actualmente un grupo plano y ante todo físico. Lo demostró el forzudo Mexes, que a las primeras de cambio pudo irse al vestuario si el árbitro aprecia un atropello suyo sobre Icardi. Tuvo el delantero después una excelente ocasión de abrir el marcador al cortar un pase horizontal de Muntari en la zona de riesgo y plantarse solo ante Diego López. Pero el guardameta, inmenso para tapar su marco, sacó una pierna y despejó el cuero.
Después del espejismo, el partido fluyó en el terreno de la rudeza y las carantoñas recíprocas (se cometieron 29 faltas en total), especialmente duras por parte los rojinegros. Primero fue Muntari el que enseñó el antebrazo sin venir a cuento y abrió un corte en el labio de Dodô, y más tarde enseñó sus malas artes Rami, que castigó la tibia de Guarín con sus tacos. Entremedias, poco juego, un chut envenenado del colombiano bien resuelto por Diego López de nuevo y algunos destellos estrambóticos, como un disparo de De Sciglio que en lugar de tomar rumbo a la portería se perdió por el banderín de córner entre las carcajadas de los tifosi del Inter. Mientras, Fernando Torres estuvo desaparecido. Volvió a irse de vacío El Niño, que desde septiembre, cuando le marcó al Empoli su primer y único gol, no celebra otro.
En definitiva, muy pocas cosas rescatables hasta que al Milan le vino un rayo de inspiración divina y enhebró su única acción de mérito en el primer periodo. Essien, justo ya de gasolina, abrió a la derecha, a ver si su compañero El Shaarawy se inventaba algún truco. Este, con su crin de caballo, levantó la cabeza, puso el balón en el corazón del área y encontró a Ménez, impecable en el remate con un giro de tobillo perfecto. El escorzo del meta Handanovic para intentar empañar la acción fue en vano.
El tanto no cambió en exceso el panorama, pero sí que invitó al multinacional Inter a dar un paso al frente y llevar la iniciativa. Más generoso y combinativo, un poco menos escuálido que su adversario, acusó el escaso acierto de su estilete, Icardi, pero equilibró con justicia el electrónico por medio de Obi. El zurdazo cruzado del nigeriano desde el balcón del área pilló a contrapié a Diego López, que corrigió sobre la marcha y se estiró como un muelle, pero esta vez fue batido.
En la recta final, a falta de argumentos, ambos conjuntos se enzarzaron en un tímido intercambio de golpes. De forma incomprensible, El Shaarawy reventó el larguero cuando tenía al portero de frente, a dos metros, prácticamente entregado; acto seguido, Icardi cazó un centro de Guarín que ningún zaguero acertó a despejar, pero su remate, ciertamente complicado, también melló el travesaño; y ya en el tiempo de prolongación, el botín del capitán Ranocchia pudo costarle un disgusto al Inter, ya que desvió la trayectoria del chut de Poli y el esférico se marchó lentamente junto al poste izquierdo. Un larguísimo Ooooooh de lamento recorrió las tribunas del estadio. No es para menos. Lo qué fueron aquellos derbis, debieron de pensar la mayoría de ellos.

Busca e interpreta las metáforas y metonimias del texto.





lunes, 17 de noviembre de 2014

SE BUSCA ESCRITOR



Por Javier Cercas

Una de las torturas más despiadadas a las que debe someterse un escritor consiste en buscar buenos títulos a sus escritos. Umberto Eco asegura que el mejor título de la lite­ratura universal es Los tres mosqueteros, porque los mosque­teros de novela inmortal de Dumas en realidad no son tres, sino cuatro. Es verdad: a menudo, cuanto más desorientador o más ambiguo, cuanto menos relación directa guarde con el contenido real del libro, mejor es el título. Claro que lo nor­mal es que un buen escritor sea un buen titulador, pero todos conocemos libros malísimos que llevan títulos buenísimos, y libros buenísimos que llevan títulos malísimos. Marcel Proust puso el titulo insufrible de En busca del tiempo perdido a uno de los libros más perspicaces que se han escrito nunca, si bien antes de publicarse por entero ese mismo libro llevó un titu­lo distinto, aunque no mucho mejor: Las intermitencias del co­razón. El caso no es infrecuente: mu­chos libros llevaron, antes de publi­carse, títulos distintos del definitivo. ¿Ejemplos? Limitémonos al castella­no; limitémonos a los años sesenta, que fueron una década prodigiosa de la novela en castellano: La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, se titulaba ori­ginalmente La morada del héroe; Ra­yuela, de Cortázar, El mandala; Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, Vista del amanecer en el trópico, y durante muchos años Cien años de soledad se tituló La casa. No hay discusión, me parece: en esas cuatro obras maestras, los títulos definitivos son superiores a los originales; pero esto no siempre está tan claro: Si te dicen que caí, de Marsé, se tituló originalmente Adiós, muchachos, y La verdad sobre el caso Savolta, de Mendoza, Los soldados de Cataluña, títulos ambos que acaso no son inferiores al definitivo.

Pero no: quizá lo fundamental no es que un título sea inferior o superior a otro, sino que sea necesario; es decir: que la propia obra, de una forma a un tiempo vehemente y misteriosa, lo exija. En 1996 terminé de escribir una novela cuyo título inapelable era Intemperie, pero en los meses si­guientes aparecieron en España una novela y dos poemarios que llevaban exactamente el mismo título. Eufórico, pensé que mi título era muy bueno, porque era imposible que a cua­tro compatriotas se nos ocurriera al mismo tiempo el mismo título sin que éste fuera muy bueno; horrorizado, supe que debía cambiarlo. Durante meses de torturas lo intenté: en vano. Un día, mi amigo Quim Monzó me sugirió uno alter­nativo: La felicidad. Me pareció un titulo redondo, así que lo acepté de inmediato y durante meses la novela pasó a titu­larse La felicidad, hasta que una mañana me desperté con la certidumbre providencial de que ese título magnífico no era el titulo de mi novela y llegué justo a tiempo para bautizarla con su nombre verdadero: El vientre de la ballena; sólo cua­tro años después comprendí que esa intuición de última hora no era equivocada. Fue en 2001, cuando Lluís-Anton Baule­nas publicó una novela titulada La felicidad. En cuanto estu­vo en las librerías, la compré y la leí; entonces respiré ali­viado: mi novela no podía de ningún modo haberse titulado La felicidad, porque ése era sin el menor género de dudas el título que exigía la de Baulenas. Pasó el tiempo. Olvidé el asunto. Pero hace unas semanas, cuando por fin conocí a Baulenas, lo recordé, y lo primero que le dije fue que yo había estado a punto de robarle un título. “¿De veras? preguntó. Le conté la historia. “Ah”, sonrió entonces. “Pero tu historia esta incompleta”. Baulenas me contó que el titulo original de su novela no era La felicidad, sino El mejor de los mun­dos, con el que dos años atrás se había presentado a un premio y lo había ga­nado. Apenas veinte minutos antes de que se lo entregasen, cuando viajaba en coche hacia el lugar donde debía recogerlo, sonó su móvil. Era Quim Monzó. Monzó, a quien Baulenas ape­nas conocía, le dijo que había leído en la prensa que había ganado el premio con un libro titulado El mejor de los mundos, y que estaba desolado, por­que ése era precisamente el titulo del libro que él iba a publicar en unos meses. Baulenas compren­dió al instante que su título era mucho menos definitivo para él que para Monzó, y se puso a buscar una solución, pero fue Monzó, que guarda en una carpeta decenas de títulos sin amo para usarlos o regalarlos algún día, quien se la dio, y durante los 20 minutos que precedieron a la entrega solemne del premio le estuvo leyendo por teléfono su arsenal de títulos hasta que, cuando ya estaba a punto de subir al escenario para recoger el premio, llegó a La felicidad, y en ese momento Baulenas comprendió que ése había sido siempre el título de su libro, sólo que él había sido incapaz de encontrarlo, y comprendió también que tal vez no son los escritores los que buscan títulos, sino los títulos los que buscan escritores. Puede que no estuviera equivocado.

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2/ Busca 4  títulos que podrían substituir a los originales de 4 novelas, películas, obras de teatro… conocidas y explica la elección de cada uno.