lunes, 24 de noviembre de 2014

EL DERBI DE LA MISERIA





Alejandro Ciriza.

Hasta hace unos años, el Derbi della Madonnina era la pasarela ideal para que Milan e Inter, dos colosos del fútbol transalpino, exhibiesen sus atributos. Hasta hace no mucho, sus careos eran sinónimo de grandeza, opulencia y quilates, de nombres prestigiosos. Pero hoy día, como una metáfora de la Italia más deprimida y decadente, todo eso ha cambiado. Las telarañas invaden las arcas y la miseria se ha apoderado de un derbi que terminó en tablas (1-1), traducido en un partido bronco, rudo y muy tosco, plagado de imprecisiones, sostenido en estos tiempos más que nada por la pasión de los aficionados. Un encuentro que deja al uno séptimo y al otro noveno.
Lejos quedan ya los pulsos gloriosos que encendían Milán. Del lustre al lastre, ambos equipos arrastran la herencia de una gestión calamitosa que ha devaluado una cita cargada antes de glamour y estrellas, hoy día reducida a la mínima expresión futbolística con jugadores de saldo y otros de vuelta. Si acaso, un toque estilístico en los banquillos, ocupados por dos goleadores que en su día honraron al calcio. Ahora trajeados, ni Inzaghi ni Mancini consiguieron dotar de empaque a un duelo pobre y desvencijado, jugado como un correcalles más propio de un patio de recreo que de un escenario como San Siro.
Aguardaban los hinchas del Inter con expectación el regreso de Mancini a su banquillo. Ganador de tres Scudetti en sus primeros cuatro años en la caseta, de 2004 a 2008, al técnico le espera una faena muy ardua. Recibió el cálido abrazo de sus seguidores, aunque en los nerazzurri apenas se apreció el lavado de cara, apenas unos pocos retoques y el mismo despliegue errático que con sus predecesor hasta una semana, el rechazado Walter Mazzarri.
Desde el inicio, la pelota fue de un lado a otro a trompicones, con escaso sentido. El doble pivote conformado por Muntari y Essien, dos rocas de granito, describe las intenciones del cuadro rossonero, antaño un equipo poderoso y estético, actualmente un grupo plano y ante todo físico. Lo demostró el forzudo Mexes, que a las primeras de cambio pudo irse al vestuario si el árbitro aprecia un atropello suyo sobre Icardi. Tuvo el delantero después una excelente ocasión de abrir el marcador al cortar un pase horizontal de Muntari en la zona de riesgo y plantarse solo ante Diego López. Pero el guardameta, inmenso para tapar su marco, sacó una pierna y despejó el cuero.
Después del espejismo, el partido fluyó en el terreno de la rudeza y las carantoñas recíprocas (se cometieron 29 faltas en total), especialmente duras por parte los rojinegros. Primero fue Muntari el que enseñó el antebrazo sin venir a cuento y abrió un corte en el labio de Dodô, y más tarde enseñó sus malas artes Rami, que castigó la tibia de Guarín con sus tacos. Entremedias, poco juego, un chut envenenado del colombiano bien resuelto por Diego López de nuevo y algunos destellos estrambóticos, como un disparo de De Sciglio que en lugar de tomar rumbo a la portería se perdió por el banderín de córner entre las carcajadas de los tifosi del Inter. Mientras, Fernando Torres estuvo desaparecido. Volvió a irse de vacío El Niño, que desde septiembre, cuando le marcó al Empoli su primer y único gol, no celebra otro.
En definitiva, muy pocas cosas rescatables hasta que al Milan le vino un rayo de inspiración divina y enhebró su única acción de mérito en el primer periodo. Essien, justo ya de gasolina, abrió a la derecha, a ver si su compañero El Shaarawy se inventaba algún truco. Este, con su crin de caballo, levantó la cabeza, puso el balón en el corazón del área y encontró a Ménez, impecable en el remate con un giro de tobillo perfecto. El escorzo del meta Handanovic para intentar empañar la acción fue en vano.
El tanto no cambió en exceso el panorama, pero sí que invitó al multinacional Inter a dar un paso al frente y llevar la iniciativa. Más generoso y combinativo, un poco menos escuálido que su adversario, acusó el escaso acierto de su estilete, Icardi, pero equilibró con justicia el electrónico por medio de Obi. El zurdazo cruzado del nigeriano desde el balcón del área pilló a contrapié a Diego López, que corrigió sobre la marcha y se estiró como un muelle, pero esta vez fue batido.
En la recta final, a falta de argumentos, ambos conjuntos se enzarzaron en un tímido intercambio de golpes. De forma incomprensible, El Shaarawy reventó el larguero cuando tenía al portero de frente, a dos metros, prácticamente entregado; acto seguido, Icardi cazó un centro de Guarín que ningún zaguero acertó a despejar, pero su remate, ciertamente complicado, también melló el travesaño; y ya en el tiempo de prolongación, el botín del capitán Ranocchia pudo costarle un disgusto al Inter, ya que desvió la trayectoria del chut de Poli y el esférico se marchó lentamente junto al poste izquierdo. Un larguísimo Ooooooh de lamento recorrió las tribunas del estadio. No es para menos. Lo qué fueron aquellos derbis, debieron de pensar la mayoría de ellos.

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lunes, 17 de noviembre de 2014

SE BUSCA ESCRITOR



Por Javier Cercas

Una de las torturas más despiadadas a las que debe someterse un escritor consiste en buscar buenos títulos a sus escritos. Umberto Eco asegura que el mejor título de la lite­ratura universal es Los tres mosqueteros, porque los mosque­teros de novela inmortal de Dumas en realidad no son tres, sino cuatro. Es verdad: a menudo, cuanto más desorientador o más ambiguo, cuanto menos relación directa guarde con el contenido real del libro, mejor es el título. Claro que lo nor­mal es que un buen escritor sea un buen titulador, pero todos conocemos libros malísimos que llevan títulos buenísimos, y libros buenísimos que llevan títulos malísimos. Marcel Proust puso el titulo insufrible de En busca del tiempo perdido a uno de los libros más perspicaces que se han escrito nunca, si bien antes de publicarse por entero ese mismo libro llevó un titu­lo distinto, aunque no mucho mejor: Las intermitencias del co­razón. El caso no es infrecuente: mu­chos libros llevaron, antes de publi­carse, títulos distintos del definitivo. ¿Ejemplos? Limitémonos al castella­no; limitémonos a los años sesenta, que fueron una década prodigiosa de la novela en castellano: La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, se titulaba ori­ginalmente La morada del héroe; Ra­yuela, de Cortázar, El mandala; Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, Vista del amanecer en el trópico, y durante muchos años Cien años de soledad se tituló La casa. No hay discusión, me parece: en esas cuatro obras maestras, los títulos definitivos son superiores a los originales; pero esto no siempre está tan claro: Si te dicen que caí, de Marsé, se tituló originalmente Adiós, muchachos, y La verdad sobre el caso Savolta, de Mendoza, Los soldados de Cataluña, títulos ambos que acaso no son inferiores al definitivo.

Pero no: quizá lo fundamental no es que un título sea inferior o superior a otro, sino que sea necesario; es decir: que la propia obra, de una forma a un tiempo vehemente y misteriosa, lo exija. En 1996 terminé de escribir una novela cuyo título inapelable era Intemperie, pero en los meses si­guientes aparecieron en España una novela y dos poemarios que llevaban exactamente el mismo título. Eufórico, pensé que mi título era muy bueno, porque era imposible que a cua­tro compatriotas se nos ocurriera al mismo tiempo el mismo título sin que éste fuera muy bueno; horrorizado, supe que debía cambiarlo. Durante meses de torturas lo intenté: en vano. Un día, mi amigo Quim Monzó me sugirió uno alter­nativo: La felicidad. Me pareció un titulo redondo, así que lo acepté de inmediato y durante meses la novela pasó a titu­larse La felicidad, hasta que una mañana me desperté con la certidumbre providencial de que ese título magnífico no era el titulo de mi novela y llegué justo a tiempo para bautizarla con su nombre verdadero: El vientre de la ballena; sólo cua­tro años después comprendí que esa intuición de última hora no era equivocada. Fue en 2001, cuando Lluís-Anton Baule­nas publicó una novela titulada La felicidad. En cuanto estu­vo en las librerías, la compré y la leí; entonces respiré ali­viado: mi novela no podía de ningún modo haberse titulado La felicidad, porque ése era sin el menor género de dudas el título que exigía la de Baulenas. Pasó el tiempo. Olvidé el asunto. Pero hace unas semanas, cuando por fin conocí a Baulenas, lo recordé, y lo primero que le dije fue que yo había estado a punto de robarle un título. “¿De veras? preguntó. Le conté la historia. “Ah”, sonrió entonces. “Pero tu historia esta incompleta”. Baulenas me contó que el titulo original de su novela no era La felicidad, sino El mejor de los mun­dos, con el que dos años atrás se había presentado a un premio y lo había ga­nado. Apenas veinte minutos antes de que se lo entregasen, cuando viajaba en coche hacia el lugar donde debía recogerlo, sonó su móvil. Era Quim Monzó. Monzó, a quien Baulenas ape­nas conocía, le dijo que había leído en la prensa que había ganado el premio con un libro titulado El mejor de los mundos, y que estaba desolado, por­que ése era precisamente el titulo del libro que él iba a publicar en unos meses. Baulenas compren­dió al instante que su título era mucho menos definitivo para él que para Monzó, y se puso a buscar una solución, pero fue Monzó, que guarda en una carpeta decenas de títulos sin amo para usarlos o regalarlos algún día, quien se la dio, y durante los 20 minutos que precedieron a la entrega solemne del premio le estuvo leyendo por teléfono su arsenal de títulos hasta que, cuando ya estaba a punto de subir al escenario para recoger el premio, llegó a La felicidad, y en ese momento Baulenas comprendió que ése había sido siempre el título de su libro, sólo que él había sido incapaz de encontrarlo, y comprendió también que tal vez no son los escritores los que buscan títulos, sino los títulos los que buscan escritores. Puede que no estuviera equivocado.

1/ Explica el título del artículo.
2/ Busca 4  títulos que podrían substituir a los originales de 4 novelas, películas, obras de teatro… conocidas y explica la elección de cada uno.